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"Siempre es más valioso tener el respeto que la admiración ( Jean Jacques Rousseau )"


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Hay que acabar con el blindaje de los políticos ante el delito



En una España aturdida por los escándalos de corrupción, el clamor por medidas ejemplares choca con muchas leyes, demasiadas, y de muy difícil aplicación práctica. La financiación ilegal en que puede haber incurrido el PP, por superar los máximos permitidos si se confirman las denuncias de Bárcenas ante el juez Ruz, no está tipificada como delito en el Código Penal. Lo mismo ocurre con el cobro de sobresueldos, incompatibles en el caso de altos cargos de la Administración o miembros del Gobierno. El castigo para este tipo de actuaciones se limita a sanciones de naturaleza administrativa. La financiación ilegal prescribe, además, a los cuatro años cuando el Tribunal de Cuentas suele tardar cinco en emitir sus informes. El caso del PP no es una excepción. Los políticos son los que en definitiva hacen  las leyes que les convienen a ellos.

Si a la luz de las revelaciones de Luis Bárcenas, extesorero del PP, se determinase que hubo financiación ilegal del partido, cabría depurar responsabilidades en cuanto al origen y en cuanto al reflejo contable del dinero. En relación con el origen, siempre que intervenga un funcionario público, puede haber delito de cohecho, cuando alguien hace aportaciones con intención de obtener un favor en ese momento o una predisposición favorable en el futuro (cohecho impropio), e incluso de prevaricación, si el funcionario obtiene provecho a cambio de dictar resoluciones injustas. También tráfico de influencias, maquinación para alterar el precio de las cosas, apropiación indebida?, figuras éstas en las que ya no es necesario que medien profesionales de la función pública. Son todos ellos delitos difíciles de probar, como hemos visto en el «caso Campeón» del que  el socialista José Blanco acaba de salir indemne. El de Bárcenas resultaría, desde este punto de vista, una masa informe de basura de difícil encaje penal. Haría falta una legislación como la de Estados Unidos y que el nombre del donante figurase asociado al de quien recibe el dinero para comprobar que no haya contraprestaciones, pero la transparencia no es algo que quite el sueño a nuestros políticos.

En relación con el asiento de los movimientos en los libros de cuentas, la caja B puede dar lugar a delitos contables con responsabilidad penal, pero no están castigados con condenas muy elevadas. Las mayores recaudaciones las obtienen los partidos, no casualmente, en los períodos en que acumulan más poder en los gobiernos: centrales, autonómicos y locales. Sucedió con el PSOE en la etapa del felipismo, cuando estalló el escándalo Filesa, y ha ocurrido en los últimos veinte años de supuesta contabilidad B en el PP que ahora sale a la luz. Todo ello sin contar el «caso Naseiro», que le precedió, y otros que destaparon la financiación ilegal en distintos partidos: el «caso Palau», que envuelve a CiU, o el de los ERES de los socialistas andaluces, por citar dos bien recientes. No cabe abrigar, por tanto, más que razonables y certeras sospechas sobre estos procedimientos que se repiten, en buena medida debido a la voracidad de los partidos, pero también para facilitar a los dirigentes jugosos sobresueldos, una práctica sin duda indecente.

 Por lo pronto, pagar regular y periódicamente por conceptos que por su propia naturaleza son irregulares tanto en cuantía como en devengo, caso de los gastos de representación o de las dietas, es un fraude. Pocos dudan a estas alturas de que diputados y ministros percibieron sobresueldos. ¿Eran ilegales? Para los empleados del partido podían no serlo. Para los diputados resultarían, cuando menos, discutibles; además, tenían que declararlo a la Cámara y no lo hicieron. Pero en el caso de los altos cargos de la Administración o miembros del Gobierno vulnerarían la ley de incompatibilidades. Ya en las remuneraciones de ministros y altos cargos hay algo de opacidad porque no perciben sólo los salarios que figuran en el Boletín Oficial del Estado como tales, sino que tienen además un complemento de productividad con cargo a otra partida presupuestaria diferente, que puede representar hasta un  30 por ciento de su sueldo. Pero se ve que no les basta. El partido adalid de la austeridad y de la supresión de cargos habría venido aplicando el despilfarro para pagar a algunos de sus políticos.   

Del mismo modo que la financiación ilegal no es delito, sino infracción administrativa, tampoco cobrar sueldo siendo alto cargo o ministro implica responsabilidad penal, salvo que no se declare y la cantidad defraudada supere los 120.000 euros. Ahora bien, hay que depurar responsabilidades políticas. El manejo de un doble lenguaje tan deplorable en los difíciles tiempos que corren debe ser objeto de una contundente repulsa social, que en la práctica inhabilite para la función pública. Las sociedades más avanzadas no toleran conductas de este tipo, y un ministro dimite por dejarle un pufo a su comunidad de vecinos.

 Los controles del Tribunal de Cuentas se demuestran perfectamente eludibles mediante dobles contabilidades. El propio TC emite tardíamente sus informes, carece de medios suficientes y tolera negativas de los bancos a facilitar información. Son controles más formales que materiales. ¿A dónde vamos así? Probablemente, si no se remedia, camino de un precipicio, guiados por la corrupción y el hastío de los españoles hacia quienes los representan. Sabiendo, además, que no hay alternativas porque la enfermedad está en el corazón del sistema que los partidos no han querido reformar para poder blindarse. El legislador (el político) es muy laxo cuando legisla sobre sí mismo, como lo es la propia sociedad cuando ve la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio. Pero los políticos viven y abusan de los impuestos de los ciudadanos que los mantienen.

 Se escucha con frecuencia que la raíz del problema se encuentra en que después de décadas no existe todavía una financiación acorde con las necesidades de las organizaciones políticas. Pero lo que hay que cambiar radicalmente es el concepto de gasto electoral. Hay que acabar con el despilfarro sistemático del dinero público. Y poner diques a la codicia desmedida que está implícita en la condición humana.

 ¿Qué hacer entonces? Se necesitan normas, pero que sean justas y fáciles de aplicar y que haya voluntad de aplicarlas. Que la financiación ilegal de los partidos o el cobro de sobresueldos no sean delitos, salvo en supuestos muy concretos, revela una extrema tolerancia con conductas execrables. Urge la regeneración, tanto política como social. A los representantes públicos hay que exigirles, además, un plus de honorabilidad y de respeto hacia el ciudadano común. El blindaje jurídico no puede servir para correr una cortina de humo sobre las responsabilidades políticas de la corrupción.

www.diarioinformacion.com   Editorial 21/7/2013

 

 


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